Siento una especial proximidad con el futuro presidente vasco. En nuestros respectivos certificados de trazabilidad genealógica compartimos un eslabón común: el López vasco. Él en su primer apellido, yo en el tercero.
Concepción López Becerra, mi abuela paterna, era de Irún, como sus cinco hermanos. Una estirpe que ha dado a la sociedad vasca dignos vástagos en los campos del periodismo, el sacerdocio, la abogacía y la política. Su hermano Aureliano fue director durante décadas de 'La Gaceta del Norte', periódico de referencia del País Vasco y de otras provincias vecinas hasta que el mal viento de la inadaptación a los nuevos tiempos se lo llevó por delante. De esa casta le viene al galgo que esto firma.
Así que alguna fibra se activa dentro de mí cuando ciertas voces nacionalistas le colocan las comillas del menosprecio a ese López vasco. Las comillas de la impureza, de la que hablaba en su discurso de aceptación del premio de la Real Academia Española el escritor vasco Fernando Aramburu ('Los peces de la amargura'), y que para él, como para mí, constituye un timbre de orgullo. «La amo -decía Aramburu- con la misma fuerza que detesto la pureza de las razas, de los pueblos, de las ortodoxias y de cuanto afianza en los individuos la estulta pero peligrosa convicción de superioridad de unos grupos frente a otros».
En el patchwork de patronímicos y orígenes que constituye la nómima de mis apellidos, debo un cuarterón vasco a ese López de mi abuela irundarra. Me enorgullezco de ello. El mestizaje me vacuna contra la estulticia que evoca Aramburu. El mismo mestizaje que reivindican apellidos como Disraeli, el gran político inglés de origen hebreo; Spinoza, el revolucionario pensador holandés hijo de judíos portugueses; Borgia, el valenciano jefe de los ejércitos pontificios y después gran capitán de Navarra; O'Higgins, el general libertador de Chile descendiente de irlandeses pasados por España; o, en fin, Aznavour, el universal cantante francés de origen armenio. La política vasca necesita desesperadamente un lehendakari mestizo.
Concepción López Becerra, mi abuela paterna, era de Irún, como sus cinco hermanos. Una estirpe que ha dado a la sociedad vasca dignos vástagos en los campos del periodismo, el sacerdocio, la abogacía y la política. Su hermano Aureliano fue director durante décadas de 'La Gaceta del Norte', periódico de referencia del País Vasco y de otras provincias vecinas hasta que el mal viento de la inadaptación a los nuevos tiempos se lo llevó por delante. De esa casta le viene al galgo que esto firma.
Así que alguna fibra se activa dentro de mí cuando ciertas voces nacionalistas le colocan las comillas del menosprecio a ese López vasco. Las comillas de la impureza, de la que hablaba en su discurso de aceptación del premio de la Real Academia Española el escritor vasco Fernando Aramburu ('Los peces de la amargura'), y que para él, como para mí, constituye un timbre de orgullo. «La amo -decía Aramburu- con la misma fuerza que detesto la pureza de las razas, de los pueblos, de las ortodoxias y de cuanto afianza en los individuos la estulta pero peligrosa convicción de superioridad de unos grupos frente a otros».
En el patchwork de patronímicos y orígenes que constituye la nómima de mis apellidos, debo un cuarterón vasco a ese López de mi abuela irundarra. Me enorgullezco de ello. El mestizaje me vacuna contra la estulticia que evoca Aramburu. El mismo mestizaje que reivindican apellidos como Disraeli, el gran político inglés de origen hebreo; Spinoza, el revolucionario pensador holandés hijo de judíos portugueses; Borgia, el valenciano jefe de los ejércitos pontificios y después gran capitán de Navarra; O'Higgins, el general libertador de Chile descendiente de irlandeses pasados por España; o, en fin, Aznavour, el universal cantante francés de origen armenio. La política vasca necesita desesperadamente un lehendakari mestizo.
(El subrayado final con letra negrita, es nuestro. Y llevamos la frase al frontispico de "Bilbaíno de Pro").