sábado, 13 de septiembre de 2014

El 11-S, del 2014, en el Círculo de Bellas Artes, by Santiago González

… Continúa
Tal como estaba programado, el pianista Borja Mariño, haciendo suya la sobriedad del acto, cuya puesta en escena había sido diseñada por Albert Boadella, interpretó cuatro piezas de otros tantos compositores catalanes: Antonio Soler, Enrique Granados, Isaac Albéniz y Amadeo Vives, de títulos tan inequívocos como Fandango, Danza española número 5, Granada y Doña Francisquita. Mira dónde tenían los nacionalistas glorias patrias, sin tener que inventarse extravagancias como Teresa de Jesús  o Colón, aunque bien mirado y tal como están las cosas es de agradecer que no hayan reclamado a Martin Luther King, como la verdadera personalidad del negro de Bañolas.
El acto fue uno de los más emocionantes a los que uno haya asistido. Al encontrarse con los primeros asistentes, Tonia Etxarri decía: "Anda, si esto parece la reconstitución del Basta Ya". Había víctimas del terrorismo, como Angeles Pedraza, Conchita Martín y Mapi de las Heras, remeros de la Argos y del Volga.

Texto de Cayetana Álvarez de Toledo, leído ayer, 11 de septiembre, en el Círculo de Bellas Artes
Por la paz civil
Una guerra civil
A esta hora, en las calles de Barcelona, miles de personas están conmemorando una guerra civil. Es un raro ejercicio. Su intención no es que el recuerdo sirva a la razón y a la convivencia. Su intención es que la herida permanezca.
Hace trescientos años, en el asedio de Barcelona, murieron cerca de veinte mil personas. Ingleses y franceses en el lado borbónico; alemanes y holandeses en el lado austracista... Pero, sobre todo, murieron españoles. Españoles que luchaban en un bando y en otro.
Murieron atacando o defendiendo la montaña de Montjuic. Por las calles de la ciudad amurallada. Bajo una lluvia de bombas. Cuerpo a cuerpo, español contra español.
El 11 de septiembre empezó a celebrarse a principios del siglo XX. Aunque la conversión de la matanza en fiesta nacional data de la primera ley aprobada en 1980 por el parlamento catalán.
No fue una decisión que el entonces presidente Pujol tomara en solitario. Lo apoyaron todos los partidos parlamentarios. Y no hubo un gran debate ciudadano.
Algunas personas propusieron, con cierta timidez, la alternativa de San Jorge.
El Sant Jordi catalán añade a su origen religioso un amable carácter civil basado en la costumbre, reciente aunque cuajada, del libro y de la rosa. Pero nunca llegó a considerarse con seriedad. Se prefirió la evocación de un episodio sangriento a una pacífica consagración de la primavera.
El reproche más extendido que se hizo entonces al once de septiembre tuvo un carácter irónico. ¿Cómo era posible que una comunidad política decidiera celebrar su presunta desaparición? ¿Cómo era posible que prefiriera "la desesperación a la esperanza", por utilizar las palabras de Henry Kamen?
Celebraban, celebran, la herida. Una herida entre españoles. Su intención era, y es, que la herida permanezca. Ellos lo llamaron, sin embargo, el día en que Cataluña se rindió ante España y perdió su libertad.
A partir del primer gobierno nacionalista, el mito del once de septiembre de 1714 adquiría solemne formalidad institucional. Pero aunque el mito se vista de decreto, mito se queda.
Sólo desde la ignorancia o el fanatismo puede presentarse la Guerra de Sucesión como una guerra de España contra Cataluña.
La Guerra de Sucesión fue una guerra dinástica. Una guerra internacional. Y una guerra civil. Una guerra civil entre españoles y una guerra civil entre catalanes.
La guerra se libró a lo largo y ancho de España: de Extremadura a Mallorca; de Sevilla a Vigo; de Cádiz a Navarra. Y, por supuesto, en Cataluña, Aragón y Castilla; en Barcelona, Zaragoza y Madrid.
La guerra abrió trincheras entre los distintos reinos de la antigua Monarquía. Sí. Pero también las abrió en el interior de cada territorio. Hubo partidarios de Carlos en Castilla y defensores de Felipe en Cataluña. Austracistas en un sitio y en otro. Borbónicos aquí y allá.
No hubo un candidato catalán y otro español. No hubo un ejército catalán y otro español. Los dos lucharon en nombre del Rey de España. Los dos celebraron sus victorias como victorias para España. Y los dos lloraron sus derrotas como derrotas para España.
Más de siete mil seguidores de Felipe V abandonaron Barcelona cuando las tropas de Carlos tomaron la ciudad en 1705. Los borbónicos no eran una minoría residual.
Hay algunas preguntas que hacerse:
El último almirante de Castilla, Juan Tomás Enríquez de Cabrera y Ponce de León, ¿era menos castellano o un mal castellano por apoyar al archiduque Carlos? Las ciudades de Cervera, Berga, Ripoll o Manlleu; el valle de Arán, ¿eran menos catalanas que otras ciudades o comarcas de Cataluña por defender a Felipe V? ¿O es que incurrían ciega y colectivamente en el autoodio, esa patología inventada por el nacionalismo para decretar la muerte civil del discrepante?
¿Y quiénes eran más catalanes, de una catalanidad más depurada? ¿La nobleza urbana y la burguesía ilustrada, que ensalzaban las reformas introducidas por los Borbones en Francia? ¿O la aristocracia rural, el clero y los comerciantes y artesanos, que las rechazaban por amenazar sus privilegios?
No hubo una Cataluña buena y otra malvada. No hubo una sola Cataluña. Hubo tantas como sus ciudades, tantas como sus facciones políticas, económicas y sociales. Tantas como sus habitantes. Tantas. Como ahora.
Esas Cataluñas fluctuaron con el tiempo y por la fuerza de los acontecimientos. Ciudades como Tarragona, Lérida y Gerona cambiaron de bando varias veces. Barcelona sólo cambió una vez, pero con consecuencias trágicas.
A unos pasos del antiguo mercado del Borne, hoy convertido en monumento a los mitos de 1714, se levanta una marquesina que parece haber escapado a la manipulación nacionalista. Es la última arenga del general Antonio de Villarroel a los hombres que defienden Barcelona del asedio. Dice así:
"Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer."
El 11 de septiembre de 1714, a las 3 de la tarde, Rafael de Casanova firma el último bando austracista. La ciudad caerá al día siguiente, poco después del mediodía. Casanova pide a los barceloneses que derramen hasta la última gota de sangre.
"Se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España".
"La libertad de toda España". Por eso decían luchar los unos en 1714. Por eso mismo decían luchar los otros. Tenían convicciones diferentes. Discrepaban en sus intereses. Pero les unía la coincidencia fundamental de España. Y les unió la derrota. La guerra de Sucesión fue un dramático episodio para España. Perdió territorios, influencia, tiempo y vidas.
No hubo en 1714 dos sujetos políticos ni dos identidades enfrentadas: Cataluña y España. Tampoco las hubo en 1936. Tampoco las hay ahora. Esta es la verdad que el nacionalismo ha borrado del pasado para que no arruine su presente. El nacionalismo precisa hacer de Cataluña una sociedad unánime, impermeable al pluralismo, identitariamente pura y abocada al enfrentamiento con España. Su empeño es firme. Pero estéril.
A esta hora miles de personas conmemoran en Barcelona una guerra civil.
Libres e Iguales repudia que el 11 de septiembre sea la fiesta nacional de Cataluña. La celebración supone una afrenta histórica y ética, por más que esté sólidamente institucionalizada.
El 11 de septiembre solo tiene un sentido acorde con la verdad: fue el día triste y resignado de recoger los cadáveres de los hermanos. El inicio del duelo. También el de la represión inexorable.
Catalanes contra catalanes, españoles contra españoles, ese es el paisaje de 1714 y de todas las guerras que vinieron luego.
En ninguna de ellas se ha dado el hecho turbia y desdichadamente fantaseado por el nacionalismo: una guerra donde un ejército de españoles luchara contra un ejército de catalanes: unos por anexionarse Cataluña y otros por ejercer su absoluta soberanía. Justo ese momento que expresa el himno nacional de Cataluña, Els Segadors, un himno falsamente tradicional, que se inventó a fines del siglo XIX, y donde el cuello de esa gente "tan ufana y tan soberbia" de Castilla es rebanado por las hoces catalanas.
Así los nacionalistas lograron que el relato de la falsa contienda entre españoles y catalanes se reforzara con una épica musical.
También en este caso había un alternativa emocionante, arraigada y desdeñada: El Cant de la Senyera, de Juan Maragall y Luis Millet.
Catalanes y españoles nunca han peleado por ser lo que son, llevados por un odio xenófobo. En los enfrentamientos españoles, ciudadanos catalanes y ciudadanos castellanos, vascos, han podido matarse por la religión, por los tributos, por la libertad, por el fascismo o por el comunismo.
Los españoles han luchado, y a veces con ferocidad y contumacia, para seguir siendo españoles. Es verdad que para seguir siéndolo a su manera. Y es verdad que esa manera podía ser moralmente muy distante. Pero jamás se mataron para dejar de ser españoles.
Los hechos son irrevocables: en más de quinientos años de historia compartida jamás hubo una guerra de secesión española.
La reconciliación
El poeta Jaime Gil de Biedma escribió que "de todas las historias de la historia la más triste sin duda es la de España porque termina mal." Sus versos han reafirmado a quienes cultivan la resignación: esa visión limitada, rudimentaria, de una España diferente, binaria, crispada, empeñada en su propia destrucción.
Pero esta no es la visión de la historia. Ni siquiera la del poeta.
Gil de Biedma escribe contra la metafísica de la derrota que sirve a los intereses particulares y a la irresponsabilidad general. Habla de una "historia distinta y menos simple". Una historia sin demonios cuyos dueños sean los hombres responsables. Los ciudadanos. Esa es también la historia de España. La gran historia de las reconciliaciones españolas. La historia que acaba bien.
Contemos la historia de España como una suma de puntos de luz, de concordia, de cordialidad, de reconciliación.
La capacidad de compromiso que demuestran los representantes de la Corona de Aragón cuando en Caspe eligen a un castellano, Fernando de Antequera, como sucesor.   La paz de Viena que firman Felipe V y Carlos VI, con su garantía de que "habrá por una y otra parte perpetuo olvido". Perpetuo olvido de los horrores cometidos por las dos partes. Perpetuo olvido para regresar los combatientes libremente a su patria. Perpetuo olvido para gozar de sus bienes y dignidades "como si absolutamente no hubiese intervenido tal guerra". El pacto fundacional por el que España se integra en la modernidad política: la Constitución de Cádiz, por y para los españoles de ambos hemisferios. Para que sean ellos por primera vez los dueños de la nación y de su historia: titulares de la soberanía, libres, independientes y nunca más "patrimonio de una familia o persona." El abrazo difícil y fraterno que en Vergara pone fin a la primera gran guerra entre liberales y carlistas. El discurso conmovedor que pronuncia Manuel Azaña en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona. Este impresionante discurso de la reconciliación que entonces no fue.      En el que aclara que "España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta". En el que advierte que no es aceptable ni posible "una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario" porque siempre quedarán españoles que quieran seguir viviendo juntos. En el que anticipa que la reconstrucción de España "tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto" y la paz, "una paz española y una paz nacional, una paz de hombres libres (...) para hombres libres." Y en el que sentencia que "es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra (...) sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón". La Declaración, llena de grandeza y de sentido de la historia, en la que el Partido Comunista de España denuncia por primera vez la "artificiosa división de los españoles entre rojos y nacionales".
. En la que pide "enterrar los odios y rencores de la guerra civil"
. En la que llama a todos los españoles "desde los monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, centristas y socialistas, a proclamar, como un objetivo común a todos, impostergable y posible, la reconciliación nacional".
El éxito colectivo incontestable: la Transición.
Entonces los españoles asombraron al mundo por su capacidad para reconciliarse con su pasado y consigo mismos.
En las calles de Barcelona se celebra una guerra civil, pero hoy, aquí Libres e Iguales quiere conmemorar, quiere reivindicar la España cierta, lúcida, arraigada de la reconciliación.
El pacto español
El ser de España ha dado lugar a múltiples cavilaciones. Han participado filósofos, escritores, poetas, y hasta entrenadores de fútbol. Pero echando una ojeada a la producción intelectual es fácil convenir un exceso metafísico. España es, sencillamente, una vinculación. España es una convivencia. Un himno sin letra. Un link.
No hay más ni menos España en Covadonga que en la ciudad de Cádiz; en el Finisterre que en Cartagena; en Melilla que en Olot. Ni el Apóstol Santiago ni el Tío Pepe contienen la españolidad en un grado mayor o menor que la prosa escéptica de José Pla. O que esta música de la Iberia universal que hemos oído.
El hecho diferencial español es más sencillo y sus palabras claves no son enfáticas. España no es, ni siquiera, contrariando a la España hidalga, una cuestión de honor. España es una voluntad, y ciertamente empecinada, de vivir juntos los distintos. Y lo fue desde el primer día.
La unión entre Aragón y Castilla no fue la mera absorción de un reino por el otro. Fue la primera piedra de una compleja arquitectura solidaria que ha durado siglos.
Y hoy todas las culturas españolas se exhiben y se proyectan con una potencia que jamás conocieron. De ahí que el proyecto nacionalista no pueda evitar su identificación con la xenofobia. Porque en el fondo de todas las argumentaciones para la secesión hay una pasión sórdida, que no se dice: la del que no quiere vivir con los demás.
Cíclicamente los nacionalistas aluden, en modo defensa y ataque, al nacionalismo español. Pero ¿qué nacionalismo es ese, qué insólito nacionalismo el que aún no ha pronunciado una sola palabra de exclusión, de rechazo, contra sus compatriotas? ¿Qué extraño nacionalismo el que en vez de fábricas de extranjería insiste en la casa común española?
Solo hay un nacionalismo español: el que fija, con sus equívocos, con sus torsiones en pos del pacto, con sus jorobas retóricas pero con su emocionante voluntad de integración, la Constitución española de 1978.
La Constitución de 1978 es la paz civil española.
No hay convivencia posible fuera de los principios que permiten la integración de izquierdas, derechas, creyentes, ateos, monárquicos, republicanos, castellanos, catalanes...
La Constitución integra las diferencias. Consagra a los ciudadanos como titulares de la soberanía. Asegura la libertad y el ejercicio de los derechos. Afirma la igualdad ante la ley. Protege el pluralismo cultural y lingüístico. Y al hacer todo esto garantiza la convivencia. "Diferir incluso de la diferencia en cada grupo diferenciado", como ha escrito Fernando Savater
La Constitución de 1978 es la paz civil española.
Si el nacionalismo arremete contra la Constitución es porque garantiza la convivencia de los distintos. Porque les reconcilia, les acerca y les suma.
Si el nacionalismo celebra una guerra civil española es porque reniega de los principios que hacen posible la paz civil española.
España no merece ser defendida por ser una de las más antiguas naciones del mundo. La antigüedad no es un valor moral. Ni jurídico ni político.
España merece defenderse porque desde 1978 significa libres, significa iguales y significa juntos los distintos.
En el proyecto nacionalista la parte cede al todo, pero nunca el todo cede a la parte. El proyecto nacionalista persigue siempre el encuadramiento. A esta hora en las calles de Barcelona desfilan las masas perfectamente encuadradas en una uve.
Victoria, dicen. Vergüenza, decimos.
Una modernidad
Para desdicha de sus odiadores nacionalistas España no es una voluntad anacrónica. Todo lo contrario: encaja con lo mejor del proyecto moderno.
La obstinada voluntad española de vivir juntos los distintos es moderna y políticamente próspera. Y profundamente europea. La idea de la construcción europea se funda sobre el rechazo de algo que le costó a Europa 80 millones de muertos. La idea de que a cada cultura, ¡que es como decir a cada hombre!, debe corresponderle un Estado.
España es Europa, desde luego. Lo es por su sistema de ciudades, por sus catedrales, por su geografía. Pero lo es, sobre todo, porque ha integrado en un mismo Estado a los distintos.
Por eso hay que lamentar la respuesta general que Europa ha dado al segregacionismo. Es difícil comprender que, ante el reto nacionalista, Europa se haya acogido a la retórica del asunto interno.
Asunto interno es una frase peligrosa dicha desde Europa. El que Europa considere el conflicto como un asunto interno español supone algo más que un menosprecio a un Estado miembro: supone una traición al propio proyecto europeo. Y decretada por Europa.
Nunca la destrucción de un Estado europeo puede ser un asunto exclusivamente catalán o español. La moral de Europa es, justamente, contraria al asunto interno. Europa es Schengen, desde luego. La libre circulación de las personas. Pero sobre todo es el fin de las aduanas morales.
Sí me importa
Los nacionalistas han considerado siempre que los catalanes eran los únicos que podían discutir y decidir sobre la independencia. ¡Su asunto interno!
Ha sido su primer acto de soberanía. Y hasta ahora exitoso. De ese éxito arranca su grotesco monopolio de la palabra libertad y de la palabra democracia.
Los nacionalistas exigen su derecho a decidir a sabiendas de que ese supuesto derecho niega el derecho a decidir de todos los españoles.
La democracia que conciben es el gobierno de la minoría.
La libertad que reclaman es la que niegan.
Sin embargo, han logrado extender la idea de que es justo que los catalanes decidan sobre la suerte de todos los españoles.
Y lo más sorprendente es que la idea haya calado entre algunos españoles que no son catalanes.
Hay españoles cuya relación con la libertad y con la democracia es compleja. Es decir, acomplejada. Quizá sea en parte resultado de una convivencia demasiado estrecha y prolongada con la dictadura. Y en los más jóvenes, la evidencia de una inaudita culpa heredada. Porque en esta actitud ante el nacionalismo hay resignación, cansancio y acrítica obediencia a la corrección política. Y todos esos rasgos son propios de una ciudadanía vacilante y sometida.
De ahí que esta tarde Libres e Iguales lance desde la capital de España una afirmación que es tanto una advertencia como un grito solidario:
Sí me importa.
Una advertencia a los nacionalistas de que no van a seguir encontrando como aliada la indiferencia española. Y un grito solidario dirigido al gran número de ciudadanos que bajo la presión, como mínimo moral, del nacionalismo están defendiendo en Cataluña la libertad y la igualdad de todos los españoles.
Sí me importa. Si nos importan.
Sí me importa que España supiera salir de una dictadura cruel sin una nueva guerra civil.
Sí me importan la victoria de la democracia sobre el terrorismo nacionalista, y la memoria y la justicia y la dignidad de las víctimas.
Sí me importa que España haya protagonizado la modernización más espectacular del último medio siglo europeo.
Sí me importa que por primera vez en su historia España no forme parte de Europa, sino que sea Europa.
Sí me importa que haya una lengua en la que puedan entenderse todos los españoles.
Sí me importa que las lenguas y culturas españolas ya no sean patrimonio de los nacionalistas sino de todos los ciudadanos.
Sí me importa la elemental lógica democrática y solidaria que indica que son las personas y no los territorios los que pagan impuestos.
Sí me importa que la trama de afectos española sea respetada y protegida.
Sí me importa que el secesionismo sea derrotado. Y que después se impongan las cláusulas de los viejos pactos españoles.
Sí me importa la ley.
Sí me importa que preservemos nuestra mayor conquista: la paz civil española.
España es un problema, sí. España es el inevitable problema del que elige la pluralidad y la complejidad. España, una nación vieja, no puede someterse a las nuevas mentiras nacionalistas. Ella también se contó sus mentiras. Pero fue hace mucho tiempo.
Sí, España es un problema. Un problema excitante.
España es un proyecto inacabado. Es decir, vivo.
España es una pequeña Europa y su futuro será el futuro de Europa.
Sí me importa.
Este gran reto de la modernidad.
Juntos y distintos. Libres e iguales.

martes, 16 de octubre de 2012

“EL REINO DE ALBA”, by Manuel Montero (El Correo, 16-X-2012)


Escocia fue un reino independiente hasta comienzos del siglo XVIII. En 1707 formó con Inglaterra el Reino de Gran Bretaña, tras una decisión de su Parlamento. Como nación constitutiva de esta unión política, mantuvo su identidad y algunas competencias.
Los orígenes de Escocia como reino estuvieron en la Alta Edad Media, como casi todas las entidades que dieron lugar a los Estados europeos. El nacionalismo escocés tiene por tanto un periodo muy amplio de desarrollo institucional en el que fundar legitimidades, con continuidad desde el siglo IX. El feudalismo, la construcción de un Estado, el Renacimiento o la Reforma y sus conflictos político-religiosos se desenvolvieron en Escocia en el marco de un reino soberano.
Este territorio tuvo una dinámica propia desde mucho antes. Apenas conoció la presencia de los romanos, que se instalaron en el sur y centro de la isla, en lo que llamaron ‘Britania’. El muro de Adriano, defensivo, fijaba la frontera del imperio. Al norte quedaba ‘Caledonia’, que coincide en lo fundamental con Escocia. Los límites actuales están algo más al norte, pero suele emplearse la referencia para designar la separación entre Inglaterra y Escocia.
Con la crisis de Roma aparecieron en Escocia distintas formaciones políticas. En el siglo VI hubo ya algunos reinos incipientes, de contenido impreciso, y enfrentamientos con organizaciones tribales o entre sí.
El nacionalismo escocés resalta la formación en el siglo IX del reino de Alba –embrión del de Escocia, con este nombre desde el X–, que se formaría el 843, tendría influencia gaélica, y lo fundaría Cinaed o Kenneth MacAlpin, personaje en parte legendario, del que afirmaron descender los monarcas escoceses del Medievo.
Hubo otros reinos en la zona, pero el de Escocia fue conquistándolos. Hacia el XIII tenía ya un territorio parecido al actual, si bien hasta los dos siglos siguientes no incorporaría las islas Hébridas, Orcadas y Shetland.
El periodo medieval fue muy tumultuoso en Escocia. A los enfrentamientos feudales entre nobles y clanes o con el rey se añadió el acoso de Inglaterra. Las hostilidades y las alianzas fluctuantes llenaron una azarosa historia medieval, en la que a veces Inglaterra sometió a Escocia. Las guerras de la Independencia entre 1296 y 1328, dentro de la conflictividad de la Baja Edad Media, acabaron con tal sumisión.
De 1329 a 1707 el reino de Escocia tuvo una existencia independiente. Fue un Estado con una personalidad nítida –los escoceses son «más sobrios (que los ingleses), muy sinceros y muy fieles», resumiría un autor español–, con algunos rasgos singulares, por la relativa debilidad de la monarquía, en tensión continua con una nobleza turbulenta que sostenía sus privilegios. Las cabezas de los clanes resistían a la autoridad del rey. «En su amoral complacencia en pendencias y saqueos… se agitan y luchan incesantemente por la supremacía los antiguos y poderosos clanes», resume Zweig en su biografía de María Estuardo. Era un reino convulso pero orgulloso, con el lema «Nemo me impune laccesit»: «Nadie me ofende impunemente».
A comienzos del XVII se produjo el primer cambio en la situación política de Escocia. Los reyes ingleses habían buscado la unión mediante su política matrimonial. Tal unión llegó, pero no en la figura de un rey inglés, sino escocés. Jacobo VI de Escocia, hijo de María Estuardo, heredó la corona inglesa al morir sin descendencia Isabel I. En 1603 pasó a reinar también en Inglaterra como Jacobo I. Fue solo una unión dinástica. Escocia siguió con sus propias instituciones. El monarca adoptó los modos ingleses, más suntuosos que la austeridad presbiteriana de los escoceses: solo una vez volvió a Escocia.
Un siglo después, en 1707, llegó la unión política. De ese año es el Acta de Unión, que buscaba, primero, impedir que los escoceses volvieran a tener un rey distinto al suyo, lo que podía suceder al no tener hijos la reina Ana; y que, al final, dispuso la unificación. Fusionó los Estados de Inglaterra –del que ya formaba parte Gales– y Escocia en uno solo, que sería el Reino de Gran Bretaña. Desaparecían así sus dos parlamentos y solo hubo uno, con representantes ingleses y escoceses. Escocia mantuvo su sistema de leyes civiles y municipales, la iglesia nacional presbiteriana y sus tribunales.
El Parlamento escocés, como el inglés, aprobó el Acta de Unión, por lo que puede sostenerse el principio de que fue unión libre, fruto de una decisión soberana, si bien estuvo muy condicionada. Hubo presión política, sobornos y ayudas para solventar los apuros financieros de Escocia, acuciantes tras fracasar su aventura colonial en Panamá. La unión fue contestada por la población –«por cada escocés a favor había 99 en contra», informó Daniel Defoe, el autor de ‘Robinson Crusoe’, que fue periodista, espía y el secretario de la comisión que preparó la unión–. El paso del tiempo consagró la unión británica y Escocia participó dentro de ella en procesos históricos de la envergadura de la industrialización, la formación del imperio o las guerras mundiales.
Escocia mantuvo su identidad como nación constitutiva de Gran Bretaña –desde 1800 Reino Unido, cuando se le incorporó Irlanda–, lo que explica por ejemplo sus presencias internacionales en acontecimientos deportivos. Cuando en 1999 Blair inició una descentralización –se formó un Parlamento de Escocia, casi tres siglos después– se calificó como ‘Devolution’, devolución de poderes. Se debía a su historia como país independiente, durante varios siglos con un desenvolvimiento institucional propio.

viernes, 30 de marzo de 2012

Presentación de "Tantos Tontos Tópicos", by Santiago González

Presentación de “Tantos Tontos Tópicos”, de Aurelio Arteta,
por Santiago González
En Bilbao, Hotel Ercilla, 30 de marzo (viernes) de 2012, 19.30 h.


Buenas tardes. Al tener noticia de este libro de Aurelio por una reseña que publicó Fernando Savater en El País, me invadieron una sensación y un sentimiento. La sensación fue de urgencia. Esperé a que abrieran las librerías y fui aquella misma mañana a comprarlo.
El sentimiento fue de envidia. De una sana envidia, diría, si no fuera porque este es uno de esos tontos tópicos recogidos en este vademécum de la falsedad. No hay sana envidia. Todas son expresiones de lo más bajo de nosotros mismos, el lamento de que otro tenga lo que deseábamos para nosotros. En este caso, el talento y la ocurrencia. A mí ya me ha pasado dos veces con Aurelio Arteta: quedarme deslumbrado con uno de sus libros para luego lamentar: "Y esto, ¿por qué no se me ocurrió a mí antes?"
Mutatis mutandis es lo mismo que me pasa cada vez que leo en los papeles que Charlize Theron tiene otro novio. Envidia insana; no de Charlize, naturalmente, sino del novio nuevo. Incluso de los anteriores, que me quitasen lo bailao. Como dicen los famosos versos de Wordsworth:
"Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la yerba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse, porque la belleza permanece siempre en el recuerdo."
Una vez hecha esta explicación de voto, vayamos al grano y volvamos al principio. Así pues, buenas tardes a todos y a todas, bilbaínos y bilbaínas de uno y otro sexo. O género. O génera.
He querido empezar incurriendo en uno de esos tontos tópicos de lenguaje que el feminismo oficialista ha impuesto casi en todas partes, puesto que el libro que presentamos hoy trata de cosas como ésta. No haré una descripción de la obra, tarea que hará con mucha más pericia que yo el autor. Me conformaré con decir que no deben ustedes vivir sin él. Es más, aprovechando estos diez minutos que voy a emplear para decir unas tonterías deberían salir al vestíbulo y comprarlo para someter después al autor a la tortura amable de la firma.
Hablemos pues de tontos tópicos y me gustaría hacerlo desde una consideración general y también desde el examen de algunos de ellos, tocados por el autor en este libro o en el siguiente, porque, creo yo que este ensayo está llamado a tener continuidad.
La consideración primera, aunque no sea la más importante, es de carácter estético. La había expuesto Orwell en un breve y magnífico ensayo, ‘La política y la lengua inglesa’ en el que aborda la degeneración de la lengua con un hermoso ejemplo, una cita del Eclesiastés:
Retorné y vi que bajo el sol la carrera no es de los veloces, ni la batalla de los fuertes, ni el pan para el sabio, ni las riquezas para los hombres de conocimiento, ni el favor para los capaces; sino que el tiempo y la oportunidad acontecen a todos ellos.
Helo aquí en inglés moderno:
Las consideraciones objetivas de los fenómenos contemporáneos obligan a concluir que el éxito o el fracaso en las actividades competitivas no exhibe ninguna tendencia conmensurable con la capacidad innata, sino que es un notable elemento de que lo imprevisible debe tenerse invariablemente en cuenta.
Esta reflexión era de 1946. Allí acuña un concepto que yo me permitiría emparentar con éste de los tontos tópicos, las metáforas moribundas:
"hay un enorme basurero de metáforas gastadas que han perdido todo poder evocador y que se usan tan sólo porque evitan a las personas el trabajo de inventar sus propias frases. Veamos algunos ejemplos: "doblar las campanas por", "blandir el garrote", "mantener a raya ", "marchar hombro con hombro", etc. Muchas de ellas se usan sin saber su significado y muchas veces se mezclan metáforas incompatibles, signo seguro de que el escritor no está interesado en lo que dice".
La consideración general era expuesta por Aurelio en una entrevista en El Mundo hace unas semanas, al definir el libro como una recopilación
"de lugares comunes, pero sólo de aquellos que muestran a las claras un carácter moral y político. Por eso mismo son más peligrosos que otros, puesto que estos tópicos son prácticos, es decir, pretenden transformar la conducta individual o colectiva. Hay algo que está presente en todos ellos, digamos que la ignorancia y la pereza mental. En nuestro país y en este momento, además, delatan las actitudes y creencias dominantes: el relativismo moral y cultural, la igualación de todos y en todo, el tramposo recurso al derecho para justificar nuestra falta de virtud...".
He aquí una primera observación de mucho calado. La consideración moral que atraviesa ‘Tantos tontos tópicos’. No podía ser de otra manera. "La sintaxis es una cuestión moral" había dicho Paul Valery sobrado de razón. El carácter práctico de estos tópicos, esa voluntad de transformar las conductas individuales y de definir una ingeniería social que acomodara la realidad al ideal han sido forma de Gobierno en España hasta hace muy pocos meses. El anterior presidente creó un Ministerio de la Igualdad para eso. Recordemos que la efímera ministra de la Cosa patrocinó un nuevo paradigma de la masculinidad y que definió una frontera móvil del mujerío: mujeres de 16 años se dice en la Ley de Salud Sexual y Reproductiva e Interrupción Voluntaria del Embarazo cuando se trata de que las adolescentes de 16 años puedan abortar sin el conocimiento de sus padres.
Más aún: el 21 de septiembre de 2011, la prensa progresista por antonomasia publicaba un reportaje titulado "Dos millones de mujeres ‘desaparecen’ cada año". Se refería a millón y medio de abortos selectivos practicados en el Cáucaso y los Balcanes después de dictaminado el sexo femenino del embrión, a lo que había que sumar medio millón de niñas menores de cinco años que fallecen víctimas de la desatención en sus hogares a favor de sus hermanos varones.
No es una cuestión menor el nombre de la ley y su artificiosa perífrasis. Para definir el aborto como un derecho, convendrán conmigo en que viene muy bien el circunloquio y el calificativo: Interrupción voluntaria del Embarazo define en su propia expresión un derecho con mucha más fuerza que el término ‘aborto’.
Así, ya estamos en uno de esos tontos tópicos, recogido por Aurelio y que yo he aceptado durante bastante tiempo por haberme dejado deslizar por la superficie encerada de las palabras: "Mi cuerpo es mío (y hago con él lo que quiero)". Hay que explicar que los hombres de mi edad participábamos de la lucha de las mujeres con un voluntarismo imposible que nos llevaba a lucir pegatinas de las campañas de por entonces: "Yo también he abortado", "Yo también soy adúltera", coincidiendo con campañas, justas, por otra parte, por la despenalización de dos tipos delictivos que recogía el Código Penal de la época, y que afectaban de manera injusta a las mujeres: el aborto y el adulterio femenino.
Razona bien el autor al desmontar esta falacia mediante la reducción al absurdo. Basta padecer una enfermedad dolorosa para planearse el asunto justo al revés: si nosotros somos en realidad de nuestro cuerpo cuando éste nos causa un dolor insoportable. Vayamos al fondo: Si nuestro cuerpo fuera una propiedad nuestra de la que podemos disponer de manera libérrima, no habría razón para que una violación fuese castigada penalmente con tanta severidad, como si fuera una violación de la persona entera, no de una propiedad de ella.
Esto me ha hecho recordar una anomalía del Código Penal franquista que la democracia corrigió oportunamente en su día. La dictadura también debía de considerar el cuerpo de las mujeres, víctimas casi exclusivas del delito de violación, como una propiedad de la titular que hubiera sufrido algún perjuicio. Por esta razón el delito prescribía por el perdón de la violada. Algo así como lo que plantean algunos para los asesinatos terroristas: un daño amortizable por el perdón de las víctimas.
Esta particularidad abría la puerta a que los familiares del presunto procurasen el perdón liberador, bien mediante dádivas, bien mediante amenazas a la víctima, lo que sucedía en ocasiones. Salvo, ojo, que el violador, ya de paso, le hubiera robado el bolso, porque el robo era un delito perseguible de oficio y no le valía al autor el perdón de la robada.
Y ya que estamos con el sexo, o con el género, vamos a ver otro de esos tópicos que parecen explicar mucho. Me refiero a la reivindicación de una mayor "visibilidad de la mujer" y que obliga a una cansina duplicación de las palabras o a una absurda complicación de la sintaxis mediante perífrasis inverosímiles. En contra de la realidad, de los hechos. Contra la sencillez, el artificio.
El 29 de mayo de 2009 en un acto de campaña ante las elecciones europeas que se iban a celebrar diez días más tarde, el presidente de la Junta de Andalucía, José Antonio Griñán, comenzó su parlamento diciendo:
"Hoy vamos a utilizar el femenino nada más. Los hombres os conformáis. Estoy muy contenta [Aquí, claro, hubo risas...], no os riáis, siempre se ha utilizado el masculino para llamaros a vosotras y mí no me importa utilizar el femenino para que me llamen a mí". E insistió: "Estoy muy contenta para recordar el compromiso irrenunciable con la igualdad efectiva entre hombres y mujeres de la Junta de Andalucía".
Estas cosas se sabe cómo empiezan, si mi querido Aurelio me deja recrearme en otro tópico, que añade: pero no cómo terminan. Aunque nada más lejos de mi intención que hacer determinismo, los principios sí permiten intuir en muchas ocasiones por dónde va a ir a desaguar la cosa.
Esto tiene que ver con el lenguaje de lo políticamente correcto, una de las más genuinas acuñaciones de la izquierda, y no precisamente de la socialdemocracia europea, sino del más ortodoxo y dogmático marxismo-leninismo, que fue difundido en EEUU por el izquierdismo maoísta y adoptado por todas las almas bellas que practican el buenismo, los ‘bledding hearts’ (corazones sangrantes) que acuñó el columnista Westbrook Pegler hace ya muchos años. Debe su nombre a la línea políticamente correcta por antonomasia, o sea, la del Partido, en singular y con mayúsculas. Hoy, este lenguaje es una de esas estrategias para velar la realidad y asentar el relativismo del que hablaba Aurelio en la citada entrevista.
Vamos a ver un ejemplo de la mezcla del sexo con la corrección política. Juntar el sexo con las ganas de comer, diría si no fueran a afearme ustedes la metáfora. ¿Habría que enmendarle a García Lorca su ‘Romancero Gitano’? En estos tiempos son doblemente intolerables versos como:
Por el olivar venían,
bronce y sueño,
los gitanos.
¿Quién se creía que era para negar la visibilidad a las gitanas? El desaguisado admite dos soluciones. La primera ya se la imaginan ustedes:
Por el olivar venían,
bronce y sueño,
los gitanos y las gitanas.
Queda el problema del racismo implícito. Hay que sortear la palabra denigratoria. Poco importa que los gitanos se llamen a sí mismos gitanos. Si lo sabremos nosotros que es un término despectivo (al fin y al cabo, el racismo está dentro de nosotros). Para esto viene muy bien la perífrasis a la que los medios de comunicación nos hemos aplicado con mucho esmero, y aún diría que con fruición:
Por el olivar venían,
bronce y sueño,
las personas de etnia gitana.
Bueno, pues así está el tema. No es un tópico que se venga arrastrando desde prejuicios ancestrales, sino desde una supuesta modernidad. Corresponden también a esta época dos tontos tópicos que hicieron fortuna.
El primero de ellos tuvo su origen en una banalidad que dijo el Rey al recibir al presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach tras las autonómicas de 2003. Según explicó éste, con el aire gozoso de quien acaba de hacer un gran descubrimiento, Don Juan Carlos le dijo durante la audiencia: "Hablando se entiende la gente".
Un tópico. Dos desconocidos en un ascensor. "Buen tiempo, ¿eh?" dice uno de ellos, y el otro, cumplidor, responde: "sí, pero no vendría mal que lloviera un poco". Etcétera, hasta que llegan al quinto piso.
Pero Benach, que era jardinero, un míster Chance en sentido estricto, se lo tomó en sentido literal y lo repitió. A lo largo de los días siguientes, la locución fue repetida por el propio Benach, por Carod-Rovira y Maragall, por el presidente del Parlamento vasco, el hoy lehendakari, Patxi López, el actual consejero de Interior, el alcalde de San Sebastián, Arnaldo Otegi y algunos otras celebridades menores.
Ezquerra Republicana de Catalunya lo tradujo al catalán ("Parlant, la gent s’entén") y lo convirtió en lema de campaña electoral para las generales del 14 de marzo de 2004. Emparentada con él está esta otra tontería proferida por el entonces presidente Zapatero en marzo de 2005:
Quiso desautorizar suavemente al presidente del Congreso, Manuel Marín, que no permitió al diputado nacionalista Aitor Esteban, expresarse en euskera en el hemiciclo. Y dijo:
"Las lenguas están hechas para entenderse".
La frase sublevó a Sánchez Ferlosio, que respondió a la provocación con una carta en ABC, en la que recordaba a Zapatero que:
"Con el semantema "lengua" el plural no admite más que un valor distributivo, y al decir, como él ha dicho, "las lenguas están hechas para entenderse" no cabe otra interpretación correcta que la de "cada una de ellas para entenderse sus hablantes entre sí"; nunca "para entenderse una lengua con otra", lo que es palmariamente falso: el latín no está hecho para entenderse con el griego. Cuando hablantes griegos y romanos hubiesen querido entenderse, o bien habrían recurrido, para comunicaciones muy elementales, al lenguaje de los gestos (...) o bien a un intérprete que supiese ambas lenguas, o bien a una tercera lengua por ambos conocida".
Tonterías como ésta alfombran el camino por donde discurre hoy lo que comúnmente tomamos por pensamiento y que no es sino una colección de tontos tópicos, sin mayor poder explicativo de la realidad, de las cosas, que el refranero.
Me van a permitir volver a lo del lenguaje discriminador. Yo recuerdo una de esas gloriosas intervenciones de Zapatero en un centro de discapacitados, en el que dio una lección magistral de sentimentalidad, al sostener que no se podía decir ‘discapacitado’, porque el lenguaje discrimina a las personas.
Somos las personas las que discriminamos: por nuestros prejuicios, por egoísmo, por pereza, por soberbia, yo qué sé por cuantas razones más, pero no hay que echarle la culpa al lenguaje. Que no hace sin o transmitir los sentimientos del hablante. Los humanos tenemos tabúes, y tendemos a esconderlos. No sólo respecto a la enfermedad y la muerte, que por supuesto, sino, por ejemplo con respecto a determinadas actividades que, por muy naturales que sean, conviene velar. No es más que un hábito cultural.
Hay una película de Buñuel, ‘El Fantasma de la Libertad’, en la que unos personajes están sentados en torno a una mesa. No sobre sillas, sino sobre tazas de váter. En un momento dado, uno de los personajes, no recuerdo su sexo, se levanta de su asiento, se sube los pantalones o las bragas, se excusa y va a un pequeño cuartito cuya puerta cierra por dentro. Abre un cajón y empieza a comer con delectación la comida que allí encuentra. ¿Por qué consideramos actividad social una cosa y no la otra? Hábitos culturales.
De hecho, a lo largo del tiempo hemos ido cambiando la terminología con que nos referimos a ese cuartito en el que se realizan esas actividades a las que yo mismo me estoy refiriendo ahora con perífrasis. Sebastián de Covarrubias define la voz ‘retrete’ como "el aposento pequeño y recogido en la parte más secreta de la casa. Y así se dijo deretro". Cuando yo empezaba mi bachillerato en el Instituto de Burgos, había un catedrático, ya jubilado, Ismael García Rámila, que seguía haciendo su vida en el instituto, ocupándose de guardar las clases en las que se hubiera producido una inasistencia del profesor. Una travesura recurrente era pedirle permiso "para ir al váter", lo que desencadenaba en él un arrebato de indignación y una benevolente reprimenda: "Cómo puede usted decir ‘váter’, un barbarismo estúpido, teniendo en castellano una palabra tan eufónica como retrete."
Retrete se usó mientras cumplía su función de aludir discretamente a su realidad, pero fue barrida por un anglicismo tan estúpido como "water closed", aunque váter pronto reveló su significado y se buscaron nuevos eufemismos, como ‘toilette‘, aseo, cuarto de baño, servicio, en un uso comprensivo de la metonimia.
Hace muchos años a las personas con síndrome de dow se les llamaba ‘tontos’. Después, la piedad del pueblo llano suavizó el concepto con un diminutivo. "Mi señorito Vicente, es tontito, el pobre", decía Ángel Álvarez a su amigo Pepe Isbert en "El cochecito", aquella gran película de Marco Ferreri. La lucha por la dignidad de colectivos desfavorecidos y el lenguaje políticamente correcto, ha determinado una huída literaria de la realidad (y de la crueldad humana) hacia términos crecientemente abstrusos, como ‘mongólico’, ‘retrasado mental’, ‘subnormal’, ‘discapacitado intelectual’ y "afectado por el síndrome de Down", aunque ya se anuncia un sustituto más ventajoso, por incomprensible,"persona con trisomía 21”. Hoy, el uso de expresiones como mongólico, subnormal o retrasado mental son impensables.
La polémica entre género y sexo tuvo su momento estelar en la polémica que acompañó el nacimiento de la Ley contra la Violencia de Género. En realidad, género es un anglicismo, o, como dijo la primera ministra de Cultura nombrada por Zapatero, Carmen Calvo, ‘un anglicanismo’, lo cual ya da una idea de por dónde discurre el despropósito. La Moncloa quiso cubrir la responsabilidad y planteó una consulta sobre el nombre de la Ley a la Real Academia Española. Ésta encargó el dictamen a uno de sus miembros, Antonio Muñoz Molina, que escribió una respuesta razonada y documentada de por qué era preferible el uso de ‘sexo’ y no de ‘género’. En inglés no existe el concepto de género gramatical. Los objetos no lo tienen. No tiene sentido decir que mesa es femenino y armario masculino.
No debe confundirse el género con el sexo, pese a que el feminismo oficial recurre a otro tópico: la perspectiva de género se refiere a los roles de hombres y mujeres; no se trata de sexo puro y duro. Bien. No haré bromas respecto a la dureza como una cualidad consustancial a la práctica del sexo, pero la cuestión es que en inglés no tendría sentido esa casilla que figura en nuestro DNI: ‘Sexo’ y a continuación dice M o F, que quiere decir masculino o femenino. En inglés no se dice ‘Sex’, palabra que se emplea exclusivamente para la coyunda, para la práctica del sexo. En cambio pone ‘Gender’ y a continuación se especifica M (male) o F (female). O sea, a lo que llamamos sexo en castellano.
Por lo demás, sexo duro, puede: es un calificativo conveniente, como ya he dicho, pero el sexo puro no existe, siempre está cargado de adherencias: sentimentales, afectivas, económicas, familiares, sociales y qué se yo cuántas cosas más. Kleinman, el personaje que interpreta Woody Allen en ‘Sombras y Niebla’, aparece en un prostíbulo en el que una pupila, Doris, le invita a ir con ella a la habitación.
-Nunca he pagado por el sexo, dice él con gesto indeciso.
-Eso es lo que tú te crees, responde ella con aire comprensivo.
El escritor y crítico Juan Avilés hizo una observación en una reseña muy amable sobre un libro que publiqué hace unos meses. Y escribía, con impostada sorpresa, que aquí y ahora es perfectamente posible saber qué piensa cualquiera sobre los alimentos transgénicos preguntándole por su posición respecto a Israel. Esto es lamentablemente cierto. La mayor parte de la gente anda hoy con un kit de eslóganes y frases hechas que le hacen las veces de pensamiento.
Para terminar, déjenme recordar una anécdota de hace ya muchos años, que me vino a la memoria el mes pasado, durante una conversación con un alto cargo del Ministerio del Interior, que me explicaba algo relativo a la estrategia del Gobierno respecto a la lucha antiterrorista. Y empleó uno de estos tópicos que pretenden explicarlo mediante analogías elementales y metáforas más elementales aún. El hombre de Interior me había dicho: "A los terroristas hay que aplicarles la política del palo y la zanahoria".
En 1985, yo trabajaba como jefe de Prensa con Ramón Jáuregui, en la Delegación del Gobierno en el País Vasco. Un día me llamó para decirme que subiera a Los Olivos, que era la residencia del delegado, porque había invitado a comer a Mario Onaindía , con quien ambos teníamos buena relación. En un momento dado de la conversación, Jáuregui defendía la política de reinserción que entonces aplicaba el Gobierno socialista a los presos de la organización terrorista. Y pronunció la frase decisiva: "Hay que aplicarles la política del palo y la zanahoria".
Mario se lo quedó mirando y procedió a desmontar el tópico de manera radical: "Está bien, pero a condición de aplicarla de manera adecuada. Lo que hay que hacer con el palo es darles en el hocico. La zanahoria es para metérsela por el culo".

sábado, 11 de diciembre de 2010

La Ministra Pajín nombra a quien le sale de los cojones, ¡que los tiene!, ¡y los tiene muy grandes y gordos!

Dicho así, con un par.
Y es que tenemos una Ministra de Sanidad que tiene las ideas claras; tiene pocas, muy pocas; pero claras, muy claras.

viernes, 1 de octubre de 2010

miércoles, 15 de abril de 2009

"Mi abuela vasca López", by Eduardo San Martin, periodista (El Correo, 15-04-2009)

Siento una especial proximidad con el futuro presidente vasco. En nuestros respectivos certificados de trazabilidad genealógica compartimos un eslabón común: el López vasco. Él en su primer apellido, yo en el tercero.
Concepción López Becerra, mi abuela paterna, era de Irún, como sus cinco hermanos. Una estirpe que ha dado a la sociedad vasca dignos vástagos en los campos del periodismo, el sacerdocio, la abogacía y la política. Su hermano Aureliano fue director durante décadas de 'La Gaceta del Norte', periódico de referencia del País Vasco y de otras provincias vecinas hasta que el mal viento de la inadaptación a los nuevos tiempos se lo llevó por delante. De esa casta le viene al galgo que esto firma.
Así que alguna fibra se activa dentro de mí cuando ciertas voces nacionalistas le colocan las comillas del menosprecio a ese López vasco. Las comillas de la impureza, de la que hablaba en su discurso de aceptación del premio de la Real Academia Española el escritor vasco Fernando Aramburu ('Los peces de la amargura'), y que para él, como para mí, constituye un timbre de orgullo. «La amo -decía Aramburu- con la misma fuerza que detesto la pureza de las razas, de los pueblos, de las ortodoxias y de cuanto afianza en los individuos la estulta pero peligrosa convicción de superioridad de unos grupos frente a otros».
En el patchwork de patronímicos y orígenes que constituye la nómima de mis apellidos, debo un cuarterón vasco a ese López de mi abuela irundarra. Me enorgullezco de ello. El mestizaje me vacuna contra la estulticia que evoca Aramburu. El mismo mestizaje que reivindican apellidos como Disraeli, el gran político inglés de origen hebreo; Spinoza, el revolucionario pensador holandés hijo de judíos portugueses; Borgia, el valenciano jefe de los ejércitos pontificios y después gran capitán de Navarra; O'Higgins, el general libertador de Chile descendiente de irlandeses pasados por España; o, en fin, Aznavour, el universal cantante francés de origen armenio. La política vasca necesita desesperadamente un lehendakari mestizo.
(El subrayado final con letra negrita, es nuestro. Y llevamos la frase al frontispico de "Bilbaíno de Pro").

jueves, 12 de marzo de 2009

"FALTA DE CAPACIDAD", by Juan Bas (El Correo, 11-03-2009)

Me ofenden las palabras de Xabier Arzalluz al afirmar que Patxi López está a «falta de formación y preparación» para ser lehendakari. Me ofenden porque he apoyado públicamente la candidatura de Patxi López y del exabrupto del siempre avinagrado Arzalluz se desprende que soy tonto por votar a un incapaz. Pero me ofende poco, ya que por fortuna está jubilado, en la categoría oficial de cuchara, es decir, que ni pincha ni corta en las instituciones (por cierto y al hilo, adiós, señores Madrazo, Azkarraga y Larreina). Así, el que Arzalluz también califique el proceso electoral de «golpe antidemocrático», igualmente se diluye. Es un 'golpe' porque le faltan los cien mil votos nulos, con lo cual demuestra una vez más que contar con los que comulgan con ETA no le produce problema alguno si de conservar el poder se trata. Ya que, ¿acaso el radicalismo independentista abertzale no queda representado por Aralar? ¿Qué es lo que no convence a esos cien mil para no votarles? ¿Hay acaso matices sobre soberanismo distintos de Batasuna? La diferencia es depender o no de ETA, bien lo sabemos y bien por Aralar.
Malas maneras las del PNV tras las elecciones. Al 'golpe antidemocrático' se suma -y es bastante más grave- la famosa calificación de «golpe institucional» espetada por el presidente del partido, declaración sobre la que se reafirma. Creo que debería ser más prudente el señor Urkullu. Su partido ha aceptado las reglas de una mecánica electoral que va a permitir gobernar al PSE amparado en la legalidad de las mismas. Con lo del golpe parece indicar que las acata de mal grado o que le gustaría poder saltárselas. El tufillo de todo eso sí tiene un calificativo, pero voy a evitarlo por ser palabra devaluada por su uso abusivo y con frecuencia exagerado.
Y sobre todo, debería tener en cuenta el PNV que con esta rabieta por tener que dejar un gobierno que considera de su propiedad vitalicia, es el señor Urkullu, como presidente del partido, el que está dando una imagen de falta de capacidad y preparación. Todo esto es más propio de aldeano cabreado porque le ha vencido el contrato de arrendamiento del caserío que de un representante de un partido que aspira a un Estado independiente y a gobernarlo. Poca talla de Estado, y falta de categoría política para llegar a crearlo, es lo que muestran esas incontinencias verbales descalificatorias y que se quejan de tener que aceptar las reglas del juego cuando no les favorecen.

lunes, 15 de diciembre de 2008

"60 ANIVERSARIO DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS" (BILBAO 10/12/08), por Emilio Guevara

Hace ya treinta años, cuando se iniciaba el proceso estatutario, no hubiera podido imaginar que treinta años después se pudieran hacer una exposición y una película tan estremecedoras, como las que aquí hemos visto, que reflejan el horror que se vive en Euskadi.

No quisiera que dentro de otros treinta años mis hijos y mis nietos tengan que celebrar actos como éste, para denunciar que en este País Vasco se vulneran de manera sistemática los derechos humanos fundamentales. Pero así sucederá si nos equivocamos tanto en la descripción del mal como en el análisis de sus causas.

Creo desde hace mucho tiempo que la extrema e irreversible crueldad de los asesinos de ETA, cuando cercenan el más elemental de los derechos, el de la vida, induce a un doble error: pensar que sólo ETA y su entorno son los culpables de la situación, para luego concluir que, derrotada o desaparecida ETA, habrá en Euskadi automáticamente una nueva situación de respeto de los derechos humanos similar a la que existe en otros países democráticos.

La realidad nos enseña otra cosa. En el plano de la mera constatación, dos datos son evidentes: primero, que además de la violencia terrorista, hay una clara violencia moral, social e institucional que vulnera otros derechos fundamentales. Es más, mientras la acción policial y judicial está logrando reducir la acción terrorista, es la violencia moral y social la qua alcanza hoy mayor intensidad y mayores dosis de crueldad y miseria: ya no se permite siquiera llorar a las víctimas, porque los que de verdad sufren son los asesinos y sus amigos.

Segundo, que ambas clases de violencia nacen del nacionalismo sabiniano, y se proyectan centra la población no nacionalista.

Y sobre estos dos datos se debe de reflexionar si queremos encontrar el antídoto para tanto horror. ¿Por qué es del nacionalismo vasco de donde provienen los violentos? ¿Por qué los nacionalistas que llevan treinta años gobernando están fracasando sin paliativos a la hora de resolver un problema que nace de su seno? Desde luego, no es ni por casualidad ni por mala suerte. A veces ocurre que se nos escapan, o tardamos en percibir, las explicaciones más sencillas. Lo sé muy bien, porque a mí me ha sucedido.

Cuando tras siglos de historia común, llega alguien y, falsificando o deformando la historia, dice que una determinada comunidad es una nación a partir de unos caracteres étnicos y culturales, y esa concepción de nación no coincide ni con la pluralidad de la comunidad ni por tanto con la concepción de una parte considerable de los ciudadanos, es como si, en expresión feliz de Ruiz Soroa, surgiera una frontera interior entre unos y otros. De forma inexorable aparece esa terrible clasificación nacionalista entre “los nuestros” y “los de fuera”, “los otros”. Quienes vivían juntos desde hace siglos aparecen divididos en dos comunidades, y unos pasan a ser nada menos que “extranjeros” si no se “asimilan” a los auténticos vascos, los que defienden que Euskadi es una nación colonizada y oprimida, con derecho a decidir unilateralmente, soberana e independiente.

A partir de esa frontera interior que el nacionalismo emergente levanta, lo que va a ocurrir es ya algo fatal, casi automático. Los treinta años últimos son prueba inequívoca de ello.

En efecto, ¿qué hace el nacionalismo cuando llega al poder?: Utilizarlo para construir de manera total y efectiva la nación que ellos conciben y que sólo ellos comparten. Todo se pone al servicio de esa construcción nacional: la política lingüística, la educativa, la cultural, los medios de comunicación, la función pública, la seguridad ciudadana etc… ¿Y qué pasa con los “otros” si persisten en no ser “asimilados”, en no afiliarse a los “nuestros”? Aquí surgen dos recetas: la de ETA, que es la muerte física; y la del nacionalismo “compasivo” que te perdona la vida, pero te la pone muy difícil, casi imposible. Es la muerte civil, el ostracismo, el exilio interior, el desarraigo.

Porque no se puede enfocar toda la acción de gobierno a la construcción nacional sin afectar a derechos fundamentales y básicos. El derecho a la libertad de expresión, a elegir el idioma para comunicarse y recibir la educación necesaria, a ser informado verazmente, a acceder a los cargos y funciones públicas, etc, etc, se vulneran en su contenido esencial. Es el precio insoportable que inexorablemente se ha de abonar.

No dudo de que los nacionalistas “compasivos” quieren que ETA desaparezca. Pero si en vez de indignarse tanto cuando se les asimila injustamente a ETA, se detuvieran a pensar en por qué son incapaces de acabar con la banda, se darían cuenta de que al mantener en nuestra comunidad la frontera interior, e incluso querer que exista otra exterior, generan ellos mismos el conflicto, la división, la tensión. Y de esa fractura se alimentan a su vez los terroristas. Y de esa violencia nace el miedo.

Que un lehendakari llegue al extremo de sentirse preso, entre alambradas, sólo porque no entiende que no puede decidir por sí solo lo que afecta a todos en un Estado de Derecho, acredita la degeneración de un nacionalismo que sólo transmite frustración, victimismo, que es el caldo de cultivo de la violencia. Que hablen de una mala calidad de la democracia española mientras aquí pasa lo que pasa, no sólo es un sarcasmo cínico o un insulto a la inteligencia: es la más perfecta acta de reconocimiento de que mientras ellos gobiernen, mientras su ideología predomine, en Euskadi los no nacionalistas vivirán en un estado de inferioridad, de degradación de sus derechos fundamentales. Sólo un nacionalismo que apueste definitivamente por una concepción autonomista, federal y constitucional estaría, no ya exento de cualquier responsabilidad, sino en condiciones de contribuir a la solución.

Y es que el antídoto existe: erradicar de la conciencia la distinción entre los “nuestros” y los “de fuera, los otros”. Reconocernos unos y otros como “ciudadanos”, con iguales derechos y obligaciones, que conviven regidos por la ley. Olvidarnos de conceptos complicados y de nula utilidad hoy, como “soberanía”, “nacionalidad”, “autodeterminación” y tantos otros, para debatir en términos de “ciudadanía”, “autogobierno”, “solidaridad”. Descontaminar el sistema educativo de tanto veneno como el que se infiltra hoy en las mentes de nuestros hijos y nietos. Educar en esos valores, de carácter superior y prepolítico que son el fundamento del verdadero Estado de Derecho; enseñar historia y no leyendas; recuperar un debate ideológico y político exento de proceso de intención, argumentos “ad hoc” y descalificaciones personales. Podría seguir así enumerando otras tareas concretas, pero todas se resumen, perdonen que vuelva a insistir en ello, en recoser el tejido social vasco roto desde el momento en que alguien soñó con una patria vasca que no se puede certificar desde el pasado y presente reales ni construirla para todos.

¿Qué clase de patria es aquella que se construye sacrificando personas, a base de violencia y de coacción? ¿Merece la pena una patria que sea como la que hoy, tras treinta años de gobierno, nos ofrece el nacionalismo vasco? En un mundo como el que deseamos, más justo, ninguna etnia, ninguna lengua, ninguna cultura merecen subsistir si para ello provocan la injusticia, la discriminación el sufrimiento, la muerte física y la muerte civil de las personas.

Sólo desde el fanatismo que ofusca la razón se puede negar hoy que todo aquello que puede diferenciarnos a los vascos de otros pueblos no precisa para su protección y desarrollo que vivamos en una situación intolerable de vulneración de los derechos humanos. No es necesaria una construcción nacional al margen de la Constitución y del Estatuto de Autonomía. Por no ser ni siquiera es útil. La prueba irrefutable es que treinta años después estamos aquí. ¿Cuándo se van a dar cuenta de todo ello muchas personas buenas y decentes que sienten en nacionalista?

El fracaso que representa nuestra presencia aquí, para reivindicar algo tan elemental como el respeto a los derechos humanos en Euskadi, debe ser motivo de reflexión tanto para los que son responsables del fracaso. Y a nosotros e acicate para resistir, para rebelarnos y cambiar esta situación, porque así nuestros hijos y nietos vivirán al fin en una Euskadi libre.