Algo antes de la derrota del Partido Popular en las últimas elecciones generales, un conocido periodista nacionalista, que no me es del todo antipático, me comentó con sorna que le extrañaba el tiempo que hacía que no me metía en mis artículos con ellos, con los nacionalistas. Le argumenté mi laxitud al respecto con un símil que, salvando mucho las distancias y extirpándole las connotaciones bélicas, servía. Le dije: «Mira, exagerando enormemente; esto es como cuando árabes y judíos luchaban contra los ingleses. Ahora, lo prioritario es que echemos a los ingleses; después, ya volveremos a discutir, civilizadamente espero, entre nosotros». Así que, ya por fortuna librados del Partido Popular en el Gobierno, puedo volver a practicar las buenas costumbres.
Pero la verdad es que no se me ocurrió cómo sacarle una nueva punta al lápiz. Todo está ya bastante manoseado y dicho en torno a los escenarios -palabra que tanto gusta a los nacionalistas- habituales y puntos de fricción, incluido el plan Ibarretxe. La sensación, que puede ser engañosa, es que todo respecto a la órbita nacionalista vasca no se altera, aunque dista de estar quieto e inerte. Quizá esto sea lo mejor y más parecido a la 'normalidad', aunque sea entre comillas. Si algo caracteriza a los nacionalistas es la constancia, lo recalcitrantes que son. Poseen la paciencia y asiduidad necesaria para matar un cerdo a besos. Y sobre ETA no quiero escribir excepto que resulte imprescindible. El silencio puede ser el camino adecuado hacia el olvido.
Sin embargo, los adalides del PP, aunque hayan perdido el poder, siguen dando juego periodístico y me cuesta un esfuerzo no hacer un poco de sangre de tinta acerca del pago con fondos públicos a ese bufete de abogados norteamericanos que tenían 'mano' para que a Aznar lo condecorasen con la famosa medallita del Congreso USA. Aunque, qué se puede añadir que refuerce la patética elocuencia del hecho de que alguien pague, y encima con dinero que no es suyo, para que le cuelguen, con perdón, una medalla. Como en el viejo chiste, por un poco más de dinero -ya, total- podían haberle dado dos iguales, por si se le pierde una.
O lo jugoso que resulta ese libro hagiográfico con unas trescientas mil fotos de Álvarez Cascos. ¿Se le verá pescando en más fotografías que a Franco? Pasemos página, nunca mejor dicho.
Sí me encuentro con la reciente polémica surgida en torno al elevadísimo número de suspensos en los últimos exámenes a docentes de la enseñanza pública para conseguir el título de acreditación del perfil lingüístico en euskera, condición indispensable para poder seguir desempeñando su profesión con normalidad en el caso de los funcionarios, y simplemente para tener trabajo en el caso de los sustitutos. Esta noticia me hizo reflexionar de nuevo sobre la política de expansión del euskera llevada a cabo por los gobiernos del Partido Nacionalista Vasco.
Según me han dicho, en el caso de esos suspensos concurren varios factores contrapuestos y no tengo la suficiente información contrastada para dar una opinión con criterio. Pero sí puedo dar fe de lo que le costó en el pasado a la que entonces era mi mujer conseguir ese título. Y se preparaba en profundidad.
Todo ello me hace meditar sobre mi posición profesional y personal ante el euskera. Si me parece que merece la pena extenderse un poco sobre este asunto es porque conozco a muchos otros vascos del mismo parecer.
Soy un vasco, un 'bilbaino', que desciende de varias generaciones de bilbaínos, todos ellos castellanoparlantes. Soy escritor, tengo cuarenta y cuatro años y la lengua en la que intento seguir aprendiendo mi oficio es el español. De aprender bien otro idioma, me gustaría que fuera el inglés. Me encantaría, por ejemplo, poder leer a Joseph Conrad en versión original. Por el euskera, dicho sea con todos los respetos, no tengo interés; tampoco, en absoluto, animadversión. Y no hago proselitismo de mi ausencia de interés. Mi hija se educa en el modelo B, bilingüe. No quiero mostrarme ni ponerle a ella en una posición contraria o de espaldas a la evolución de esta sociedad gobernada por un poder cuya ideología no comparto, pero que ha sido elegido democráticamente.
Sin embargo, cuando he hablado de esta falta de interés personal por el euskera con personas de esa ideología nacionalista, han tomado esta actitud mía como una profunda falta de respeto hacia «la lengua de nuestro pueblo». No comprendo que se sientan ofendidos. Y además no es así. No se debe confundir la falta de interés con el desprecio. Lo que sucede es que el euskera no es mi lengua ni podría serlo nunca. Siento y pienso en otra, en lengua española, que además es mi herramienta de trabajo. Y el vano anhelo de intentar dominarla para escribir mejor es la tarea a la que dedicaré el resto de mis días.
Los nacionalistas en el Gobierno cuentan con grandes medios económicos y de presión social para lo que ellos llaman la normalización del euskera. Y cualquier crítica a esta ardua labor es tomada enseguida como un ataque o intento de marginación de esta muy protegida lengua e incluso una traición a la patria. Creo que la auténtica normalidad, la naturalidad respecto a la convivencia de ambas lenguas, pasa porque nadie se rasgue las vestiduras ante opiniones como la mía. No confundamos desinterés o ajenidad con agresividad. El euskera es la lengua cotidiana de parte del pueblo vasco, pero no de otra parte. Ni lo será nunca por mucho que se obligue a aprenderla como requisito laboral. Que nadie utilice una u otra lengua como un arma política arrojadiza, creo que ése es el auténtico respeto y amor por la lengua de cada uno. Y por la convivencia en armonía.
Juan Bas, EL CORREO 14/8/2004