Escocia
fue un reino independiente hasta comienzos del siglo XVIII. En 1707 formó con
Inglaterra el Reino de Gran Bretaña, tras una decisión de su Parlamento. Como
nación constitutiva de esta unión política, mantuvo su identidad y algunas
competencias.
Los orígenes de Escocia como reino estuvieron en la
Alta Edad Media, como casi todas las entidades que dieron lugar a los Estados
europeos. El nacionalismo escocés tiene por tanto un periodo muy amplio de
desarrollo institucional en el que fundar legitimidades, con continuidad desde
el siglo IX. El feudalismo, la construcción de un Estado, el Renacimiento o la
Reforma y sus conflictos político-religiosos se desenvolvieron en Escocia en el
marco de un reino soberano.
Este territorio tuvo una dinámica propia desde mucho
antes. Apenas conoció la presencia de los romanos, que se instalaron en el sur
y centro de la isla, en lo que llamaron ‘Britania’. El muro de Adriano,
defensivo, fijaba la frontera del imperio. Al norte quedaba ‘Caledonia’, que
coincide en lo fundamental con Escocia. Los límites actuales están algo más al
norte, pero suele emplearse la referencia para designar la separación entre
Inglaterra y Escocia.
Con la crisis de Roma aparecieron en Escocia distintas
formaciones políticas. En el siglo VI hubo ya algunos reinos incipientes, de
contenido impreciso, y enfrentamientos con organizaciones tribales o entre sí.
El nacionalismo escocés resalta la formación en el
siglo IX del reino de Alba –embrión del de Escocia, con este nombre desde el
X–, que se formaría el 843, tendría influencia gaélica, y lo fundaría Cinaed o
Kenneth MacAlpin, personaje en parte legendario, del que afirmaron descender
los monarcas escoceses del Medievo.
Hubo otros reinos en la zona, pero el de Escocia fue
conquistándolos. Hacia el XIII tenía ya un territorio parecido al actual, si
bien hasta los dos siglos siguientes no incorporaría las islas Hébridas,
Orcadas y Shetland.
El periodo medieval fue muy tumultuoso en Escocia. A
los enfrentamientos feudales entre nobles y clanes o con el rey se añadió el
acoso de Inglaterra. Las hostilidades y las alianzas fluctuantes llenaron una azarosa
historia medieval, en la que a veces Inglaterra sometió a Escocia. Las guerras
de la Independencia entre 1296 y 1328, dentro de la conflictividad de la Baja
Edad Media, acabaron con tal sumisión.
De 1329 a 1707 el reino de Escocia tuvo una existencia
independiente. Fue un Estado con una personalidad nítida –los escoceses son
«más sobrios (que los ingleses), muy sinceros y muy fieles», resumiría un autor
español–, con algunos rasgos singulares, por la relativa debilidad de la
monarquía, en tensión continua con una nobleza turbulenta que sostenía sus
privilegios. Las cabezas de los clanes resistían a la autoridad del rey. «En su
amoral complacencia en pendencias y saqueos… se agitan y luchan incesantemente
por la supremacía los antiguos y poderosos clanes», resume Zweig en su
biografía de María Estuardo. Era un reino convulso pero orgulloso, con el lema
«Nemo me impune laccesit»: «Nadie me ofende impunemente».
A comienzos del XVII se produjo el primer cambio en la
situación política de Escocia. Los reyes ingleses habían buscado la unión
mediante su política matrimonial. Tal unión llegó, pero no en la figura de un
rey inglés, sino escocés. Jacobo VI de Escocia, hijo de María Estuardo, heredó
la corona inglesa al morir sin descendencia Isabel I. En 1603 pasó a reinar
también en Inglaterra como Jacobo I. Fue solo una unión dinástica. Escocia
siguió con sus propias instituciones. El monarca adoptó los modos ingleses, más
suntuosos que la austeridad presbiteriana de los escoceses: solo una vez volvió
a Escocia.
Un siglo después, en 1707, llegó la unión política. De
ese año es el Acta de Unión, que buscaba, primero, impedir que los escoceses
volvieran a tener un rey distinto al suyo, lo que podía suceder al no tener
hijos la reina Ana; y que, al final, dispuso la unificación. Fusionó los
Estados de Inglaterra –del que ya formaba parte Gales– y Escocia en uno solo,
que sería el Reino de Gran Bretaña. Desaparecían así sus dos parlamentos y solo
hubo uno, con representantes ingleses y escoceses. Escocia mantuvo su sistema
de leyes civiles y municipales, la iglesia nacional presbiteriana y sus
tribunales.
El Parlamento escocés, como el inglés, aprobó el Acta
de Unión, por lo que puede sostenerse el principio de que fue unión libre,
fruto de una decisión soberana, si bien estuvo muy condicionada. Hubo presión
política, sobornos y ayudas para solventar los apuros financieros de Escocia,
acuciantes tras fracasar su aventura colonial en Panamá. La unión fue
contestada por la población –«por cada escocés a favor había 99 en contra»,
informó Daniel Defoe, el autor de ‘Robinson Crusoe’, que fue periodista, espía
y el secretario de la comisión que preparó la unión–. El paso del tiempo
consagró la unión británica y Escocia participó dentro de ella en procesos
históricos de la envergadura de la industrialización, la formación del imperio
o las guerras mundiales.
Escocia mantuvo su identidad como nación constitutiva
de Gran Bretaña –desde 1800 Reino Unido, cuando se le incorporó Irlanda–, lo
que explica por ejemplo sus presencias internacionales en acontecimientos
deportivos. Cuando en 1999 Blair inició una descentralización –se formó un
Parlamento de Escocia, casi tres siglos después– se calificó como ‘Devolution’,
devolución de poderes. Se debía a su historia como país independiente, durante
varios siglos con un desenvolvimiento institucional propio.