lunes, 15 de diciembre de 2008

"60 ANIVERSARIO DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS" (BILBAO 10/12/08), por Emilio Guevara

Hace ya treinta años, cuando se iniciaba el proceso estatutario, no hubiera podido imaginar que treinta años después se pudieran hacer una exposición y una película tan estremecedoras, como las que aquí hemos visto, que reflejan el horror que se vive en Euskadi.

No quisiera que dentro de otros treinta años mis hijos y mis nietos tengan que celebrar actos como éste, para denunciar que en este País Vasco se vulneran de manera sistemática los derechos humanos fundamentales. Pero así sucederá si nos equivocamos tanto en la descripción del mal como en el análisis de sus causas.

Creo desde hace mucho tiempo que la extrema e irreversible crueldad de los asesinos de ETA, cuando cercenan el más elemental de los derechos, el de la vida, induce a un doble error: pensar que sólo ETA y su entorno son los culpables de la situación, para luego concluir que, derrotada o desaparecida ETA, habrá en Euskadi automáticamente una nueva situación de respeto de los derechos humanos similar a la que existe en otros países democráticos.

La realidad nos enseña otra cosa. En el plano de la mera constatación, dos datos son evidentes: primero, que además de la violencia terrorista, hay una clara violencia moral, social e institucional que vulnera otros derechos fundamentales. Es más, mientras la acción policial y judicial está logrando reducir la acción terrorista, es la violencia moral y social la qua alcanza hoy mayor intensidad y mayores dosis de crueldad y miseria: ya no se permite siquiera llorar a las víctimas, porque los que de verdad sufren son los asesinos y sus amigos.

Segundo, que ambas clases de violencia nacen del nacionalismo sabiniano, y se proyectan centra la población no nacionalista.

Y sobre estos dos datos se debe de reflexionar si queremos encontrar el antídoto para tanto horror. ¿Por qué es del nacionalismo vasco de donde provienen los violentos? ¿Por qué los nacionalistas que llevan treinta años gobernando están fracasando sin paliativos a la hora de resolver un problema que nace de su seno? Desde luego, no es ni por casualidad ni por mala suerte. A veces ocurre que se nos escapan, o tardamos en percibir, las explicaciones más sencillas. Lo sé muy bien, porque a mí me ha sucedido.

Cuando tras siglos de historia común, llega alguien y, falsificando o deformando la historia, dice que una determinada comunidad es una nación a partir de unos caracteres étnicos y culturales, y esa concepción de nación no coincide ni con la pluralidad de la comunidad ni por tanto con la concepción de una parte considerable de los ciudadanos, es como si, en expresión feliz de Ruiz Soroa, surgiera una frontera interior entre unos y otros. De forma inexorable aparece esa terrible clasificación nacionalista entre “los nuestros” y “los de fuera”, “los otros”. Quienes vivían juntos desde hace siglos aparecen divididos en dos comunidades, y unos pasan a ser nada menos que “extranjeros” si no se “asimilan” a los auténticos vascos, los que defienden que Euskadi es una nación colonizada y oprimida, con derecho a decidir unilateralmente, soberana e independiente.

A partir de esa frontera interior que el nacionalismo emergente levanta, lo que va a ocurrir es ya algo fatal, casi automático. Los treinta años últimos son prueba inequívoca de ello.

En efecto, ¿qué hace el nacionalismo cuando llega al poder?: Utilizarlo para construir de manera total y efectiva la nación que ellos conciben y que sólo ellos comparten. Todo se pone al servicio de esa construcción nacional: la política lingüística, la educativa, la cultural, los medios de comunicación, la función pública, la seguridad ciudadana etc… ¿Y qué pasa con los “otros” si persisten en no ser “asimilados”, en no afiliarse a los “nuestros”? Aquí surgen dos recetas: la de ETA, que es la muerte física; y la del nacionalismo “compasivo” que te perdona la vida, pero te la pone muy difícil, casi imposible. Es la muerte civil, el ostracismo, el exilio interior, el desarraigo.

Porque no se puede enfocar toda la acción de gobierno a la construcción nacional sin afectar a derechos fundamentales y básicos. El derecho a la libertad de expresión, a elegir el idioma para comunicarse y recibir la educación necesaria, a ser informado verazmente, a acceder a los cargos y funciones públicas, etc, etc, se vulneran en su contenido esencial. Es el precio insoportable que inexorablemente se ha de abonar.

No dudo de que los nacionalistas “compasivos” quieren que ETA desaparezca. Pero si en vez de indignarse tanto cuando se les asimila injustamente a ETA, se detuvieran a pensar en por qué son incapaces de acabar con la banda, se darían cuenta de que al mantener en nuestra comunidad la frontera interior, e incluso querer que exista otra exterior, generan ellos mismos el conflicto, la división, la tensión. Y de esa fractura se alimentan a su vez los terroristas. Y de esa violencia nace el miedo.

Que un lehendakari llegue al extremo de sentirse preso, entre alambradas, sólo porque no entiende que no puede decidir por sí solo lo que afecta a todos en un Estado de Derecho, acredita la degeneración de un nacionalismo que sólo transmite frustración, victimismo, que es el caldo de cultivo de la violencia. Que hablen de una mala calidad de la democracia española mientras aquí pasa lo que pasa, no sólo es un sarcasmo cínico o un insulto a la inteligencia: es la más perfecta acta de reconocimiento de que mientras ellos gobiernen, mientras su ideología predomine, en Euskadi los no nacionalistas vivirán en un estado de inferioridad, de degradación de sus derechos fundamentales. Sólo un nacionalismo que apueste definitivamente por una concepción autonomista, federal y constitucional estaría, no ya exento de cualquier responsabilidad, sino en condiciones de contribuir a la solución.

Y es que el antídoto existe: erradicar de la conciencia la distinción entre los “nuestros” y los “de fuera, los otros”. Reconocernos unos y otros como “ciudadanos”, con iguales derechos y obligaciones, que conviven regidos por la ley. Olvidarnos de conceptos complicados y de nula utilidad hoy, como “soberanía”, “nacionalidad”, “autodeterminación” y tantos otros, para debatir en términos de “ciudadanía”, “autogobierno”, “solidaridad”. Descontaminar el sistema educativo de tanto veneno como el que se infiltra hoy en las mentes de nuestros hijos y nietos. Educar en esos valores, de carácter superior y prepolítico que son el fundamento del verdadero Estado de Derecho; enseñar historia y no leyendas; recuperar un debate ideológico y político exento de proceso de intención, argumentos “ad hoc” y descalificaciones personales. Podría seguir así enumerando otras tareas concretas, pero todas se resumen, perdonen que vuelva a insistir en ello, en recoser el tejido social vasco roto desde el momento en que alguien soñó con una patria vasca que no se puede certificar desde el pasado y presente reales ni construirla para todos.

¿Qué clase de patria es aquella que se construye sacrificando personas, a base de violencia y de coacción? ¿Merece la pena una patria que sea como la que hoy, tras treinta años de gobierno, nos ofrece el nacionalismo vasco? En un mundo como el que deseamos, más justo, ninguna etnia, ninguna lengua, ninguna cultura merecen subsistir si para ello provocan la injusticia, la discriminación el sufrimiento, la muerte física y la muerte civil de las personas.

Sólo desde el fanatismo que ofusca la razón se puede negar hoy que todo aquello que puede diferenciarnos a los vascos de otros pueblos no precisa para su protección y desarrollo que vivamos en una situación intolerable de vulneración de los derechos humanos. No es necesaria una construcción nacional al margen de la Constitución y del Estatuto de Autonomía. Por no ser ni siquiera es útil. La prueba irrefutable es que treinta años después estamos aquí. ¿Cuándo se van a dar cuenta de todo ello muchas personas buenas y decentes que sienten en nacionalista?

El fracaso que representa nuestra presencia aquí, para reivindicar algo tan elemental como el respeto a los derechos humanos en Euskadi, debe ser motivo de reflexión tanto para los que son responsables del fracaso. Y a nosotros e acicate para resistir, para rebelarnos y cambiar esta situación, porque así nuestros hijos y nietos vivirán al fin en una Euskadi libre.